Número de cigarrillos vendidos ha llegado a su máxima cifra histórica

Pensador estadounidense pide acciones fuertes para frenar una de las adicciones más letales.

El médico de Barack Obama confirmó el mes pasado que el presidente estadounidense ya no fuma. A petición de su esposa, Michelle Obama, el presidente decidió dejar de fumar por primera vez en el 2006 y ha usado la terapia de reemplazo de nicotina como apoyo. Si a Obama, un hombre con una voluntad lo suficientemente firme para buscar y conseguir la presidencia de los Estados Unidos, le llevó seis años dejar ese vicio, no es sorprendente que cientos de millones de fumadores no puedan hacerlo.

Si bien en los Estados Unidos la tasa de fumadores ha disminuido abruptamente, de aproximadamente el 40 por ciento de la población en 1970 a apenas el 20 por ciento en la actualidad, esa cifra dejó de decrecer en 2004. Todavía hay 46 millones de fumadores estadounidenses adultos y alrededor de 443.000 de ellos mueren cada año. El número de cigarrillos vendidos a nivel mundial -seis billones al año, que son suficientes para cubrir la distancia de ida y vuelta al sol- ha llegado a su máxima cifra histórica. Seis millones de personas mueren al año por causa del cigarrillo, más que las muertes totales provocadas por el sida, la malaria y los accidentes de tránsito. De los 1.300 millones de chinos, más de uno de cada diez morirán debido al tabaco.

Hace unos días, la Agencia estadounidense de Alimentos y Farmacéuticos (FDA, por sus siglas en inglés) anunció que destinará 600 millones de dólares para educar al público sobre los peligros del tabaco en un período de cinco años. Sin embargo, Robert Proctor, historiador de las ciencias en la Universidad de Stanford y autor de Golden Holocaust: Origins of the Cigarette Catastrophe and the Case for Abolition (El holocausto dorado: orígenes de la catástrofe del cigarrillo y argumentos para abolirlo) asegura que utilizar la educación como única arma contra una droga altamente adictiva y a menudo mortal es imperdonable e insuficiente.

Proctor afirma que "la política de control de tabaco se centra con demasiada frecuencia en educar al público, cuando debería enfocarse en reparar o eliminar el producto". Señala que no solo se educa a los padres de familia para que eviten que sus niños se lleven a la boca juguetes pintados con pinturas a base de plomo, sino que se prohíbe el uso de esa pintura. Igualmente, cuando se descubrió que la talidomida causaba defectos graves de nacimiento, se hizo mucho más que educar a las mujeres para que no lo utilizaran durante el embarazo.

Proctor hace un llamado a la FDA para que utilice sus nuevas facultades de reglamentación del contenido del humo del cigarrillo para hacer dos cosas. Como los cigarrillos están diseñados para crear y mantener la adicción, en primer lugar la FDA debe limitar la cantidad de nicotina que contienen hasta llegar a un nivel en el que dejen de ser adictivos. De ese modo, sería más fácil que las personas que quieren dejar de fumar logren su objetivo.

En segundo lugar, la FDA debe tener en cuenta la historia. Los primeros fumadores no inhalaban el humo del tabaco; eso solo fue posible en el siglo XIX, cuando una nueva forma de tratar el tabaco redujo la alcalinidad del humo. El trágico descubrimiento ya es responsable de alrededor de 150 millones de muertes y si no se hace algo, esa cifra se multiplicará. Por lo tanto, la FDA debe exigir que el humo del cigarrillo sea más alcalino, lo que dificultaría su inhalación y su consiguiente entrada en los pulmones.

Gran parte del libro de Proctor, que se publicará en enero, se basa en un gran archivo de documentos de la industria del tabaco que se dieron a conocer durante procesos judiciales. Actualmente, más de 70 millones de páginas de documentos de esa industria están disponibles en línea.

Estos documentos muestran que ya para los años 40, la industria tenía pruebas que indicaban que fumar causa cáncer. No obstante, en una reunión celebrada en 1953, los directores ejecutivos de las principales empresas tabacaleras estadounidenses tomaron la decisión conjunta de negar que el cigarrillo era dañino. Además, cuando las pruebas científicas de que fumar causa cáncer se hicieron públicas, la industria trató de hacer creer a la gente que los datos no eran concluyentes, de forma similar a quienes ahora distorsionan deliberadamente las pruebas científicas de que las actividades humanas tienen impacto en el cambio climático.

Según Proctor, las armas o las bombas no son los artefactos más mortíferos de la historia de la civilización, sino los cigarrillos. Si queremos salvar vidas y mejorar la salud, nada de lo que esté a nuestro alcance será tan eficaz como como prohibir la venta de cigarrillos en todo el mundo (eliminar la pobreza extrema es la única estrategia que salvaría más vidas, pero sería mucho más difícil de alcanzar.)

Para quienes reconocen el derecho de un Estado a prohibir el uso de drogas recreativas como la marihuana y el éxtasis debería resultar fácil aceptar que se prohíba el cigarrillo. El tabaco causa más muertes que esas drogas.

Hay quienes argumentan que mientras una droga dañe únicamente a quienes opten por usarla el Estado debe permitir que cada individuo decida por sí mismo y limitarse a asegurar que los usuarios estén informados de los riesgos que corren. Sin embargo, ese no es el caso del cigarrillo, dados los peligros derivados del tabaquismo pasivo, especialmente cuando los adultos fuman en casas donde hay niños pequeños.

Aunque se ignore el daño que los fumadores les hacen a los no fumadores, el argumento de la libertad de elección no convence, tratándose de una droga tan adictiva como el tabaco, y se vuelve incluso más cuestionable si se tiene en cuenta que la mayoría de los fumadores adquieren este hábito en la adolescencia y más tarde quieren dejarlo. Reducir la cantidad de nicotina en el humo del cigarrillo a un nivel que no sea adictivo podría eliminar esta objeción.

El otro argumento para dejar las cosas como están es que prohibir el tabaco puede resultar en el mismo fiasco de la prohibición en los Estados Unidos. Es decir, al igual que sucedió con los esfuerzos por prohibir el alcohol, impedir la venta de tabaco terminaría llevando millones de dólares al crimen organizado, alimentaría la corrupción de las fuerzas de la ley y haría muy poco para reducir su uso.

No obstante, esa puede ser una comparación falsa. Después de todo, a muchos fumadores les agradaría que se prohibieran los cigarrillos, ya que, al igual que Obama, quieren dejar el tabaco.

PETER SINGER
Profesor de Bioética de la Universidad de Princeton