Con los métodos e instrumentos actuales la ciencia no puede detectar (ni
probar) situaciones que estén por fuera de la tercera dimensión. De la manera
más elemental repite “lo que no puedo probar no existe”. Un círculo vicioso. No
existe porque no lo puede probar, pero tampoco tiene instrumentos para probar
que existe. Y allí, ‘congelado’ en un esquema de ‘comprobación’ y objetividad,
está dejando por fuera el campo de la experiencia y de la subjetividad que
tanto le talla. A la ciencia y a los científicos. Porque el investigador no
puede tener sentimientos y las corazonadas o intuiciones no pueden ser el motor
que mueva a la ciencia. Sólo es válido lo que surge de una hipótesis y lo que
se pueda comprobar en laboratorio.
Freedman Dyson, colega
de Einstein en Princeton y
uno de los físicos más respetados dice: “Estoy convencido de que la percepción extrasensorial existe, como sugiere la evidencia
anecdótica, pero no puede ser probada en la actualidad con los torpes
instrumentos de la ciencia. Mi hipótesis es que estos fenómenos existen, pero
pertenecen a un universo mental demasiado fluido y evanescente para casar con
los rígidos controles de la ciencia de nuestra época”.
Mientras, el mundo se mueve a velocidad supersónica. La información y la
energía que no encajan en la tercera dimensión hacen tambalear el mundo
interior de un grupo de científicos que no saben cómo explicarse situaciones
que ellos denominan “anómalas”. Ni siquiera se atreven a comentarlas por miedo
a que los tilden de locos. En un interesante libro, ‘Conocimiento
extraordinario’, Elizabeth Lloyd Mayer,
doctorada en Stanford y con todos los cartones
posibles, trae ejemplos de colegas “avergonzados” por lo que viven en su
experiencia diaria. ¡Y no se atreven a hablar! Mientras la ‘otra’ ciencia,
aquella conformada por hombres y mujeres preparados, pero con mentalidad
abierta y ‘atrevida’, capaces de escuchar lo que está sucediendo, aportan
información y datos que hacen tambalear los viejos conocimientos. Radiónica, corazón con cerebro, ADN que se modifica, campos
mórficos, resonancia, sanación con manos,
enfermedades que hablan, mundos paralelos… en fin, tantos conocimientos que
desbordan el saber y al que nos vemos a gatas para alcanzar a conocer, digerir
e integrar como quisiéramos. La vieja ciencia enfrentada a la nueva mirada,
tratando de aferrarse angustiosamente a la razón por miedo de pisar un terreno
que la asusta por lo que tiene de trascendente.
La crisis de la ciencia nos ‘toca’, tiene que ver con nuestra vida porque
los nuevos saberes brindan opciones para despertar
consciencia, aportan informaciones básicas para explicar el sentido del
existir, distancian del mundo material y consumista. Pero, sobre todo, nos dan
la libertad de ser, nos entregan todo el poder sobre nuestro propio mundo,
somos constructores de nuestras propias decisiones, de nuestras enfermedades,
de nuestras relaciones. Le devuelven al ser humano el poder sobre su propia
vida: no son los demás los que determinan, somos nosotros mismos, por lo tanto
nadie nos hace daño. El poder de ser, de crear, de evolucionar está en
nosotros.
Nos conectan con la naturaleza, con el cosmos, somos parte de un todo y, por
lo tanto, responsables del devenir universal. Imagínese, si usted puede
modificar su propio ADN, como ya está comprobado por la ‘nueva’ ciencia, piense
¿qué no podremos llegar a lograr con la conciencia de ser artífices de nuestro
propio destino?